15 de diciembre de 2005

Presentación del libro "Bestias en el tintero" de José Porras


José Porras y Alberto Orozco, presentador del acto

Palabras de Alberto Orozco

Buenas tardes a todas y a todos, bienvenidos. Vamos a comenzar la presentación del nuevo libro de José Porras Sánchez, al que damos también la bienvenida.

La obra que hoy nos presenta; “Bestias en el tintero”, supone la trama imaginada, de un hombre en España durante el periodo islámico, que es condenado por blasfemo y abominado por todos, se ve obligado a huir. Un libro que, aún ambientado en el siglo XIII, se narra en una dimensión intemporal de manera que, si no en la forma, en el fondo, todos los hechos que acontecen son susceptibles de una lectura completamente actual. Es un libro en el que encontramos el fiel reflejo y el magisterio de autores como Quevedo, Valle-Inclán, Álvaro Cunqueiro y Cervantes, entre otros. Ya Fubini, nos anunciaba que música y poesía, artes en si complementados y cuestionados en muchas épocas por un divorcio de artificio, se destinan a compartir su fuerza creadora, y en esta obra, “Bestias en el tintero”, y en su espacio, y en su tiempo se nos enseña que la música es palabra y la palabra poesía en si misma, por si misma. Y dice un pasaje del libro: “la verdadera bondad tiene la mirada demasiado larga como para que los simples puedan calibrar su magnificencia”

El sentido intemporal del libro, aún ambientado en el siglo XIII, se nos muestra si cabe, a través de un lenguaje sin heridas idiomáticas, cosa a agradecer profundamente. Antes de dar paso a nuestro invitado, me gustaría recordar unas palabras le maestro Lázaro Carreter; “Es necesaria la igualdad de oportunidades idiomáticas en los ciudadanos, el ideal de que todos participen de la lengua común en su mejor nivel. Ese día habrá nacido en España una idea joven”, y que mejor ejemplo de esto que el libro a cuyo autor, cedo la palabra.



AUTOR.- Buenas tardes a todos. Ante la insistencia de mi heterónimo José Porras por dirigiros él mismo unas palabras, he decidido, antes de dar comienzo a mi intervención, otorgarle esa posibilidad en la confianza de que su parlamento sea lo bastante breve como para no alargar este acto más de lo previsto. Gracias de antemano por vuestra comprensión. Cuando guste.

PERSONAJE.- Señoras, señores, muy buenas tardes. Seré muy breve. Aunque él no lo ha dicho soy el traductor de este libro que hoy se presenta, y mi nombre es, efectivamente, el que este señor acaba de nombrar, aunque quienquiera que en su día decidió llamarme así se equivocó de la manera más lamentable; Odiseo, el nombre griego de Ulises y que significa “Nadie” era el que en justicia me correspondía, porque en ser precisamente nadie consiste curiosamente cuanto soy ¿Cabe imaginan mayor sarcasmo? De hecho a “Nadie” pertenece la foto que aparece en la solapa de este libro, “Nadie” invirtió casi treinta años de su vida en el arduo estudio de las lenguas semitas, camitas y no pocas indoeuropeas. “Nadie” publicó antes que este libro La Estrella Fulgurante y la traducción del Lozano Ramillete del Jardín de la Belleza de Salomón ben Guripa entre otros. “Nadie” finalmente anduvo enclaustrado eternas jornadas durante los últimos años en bibliotecas y archivos de El Cairo, Tel Aviv, Fez y Magdeburgo desentrañando las intrincadas grafías con que muchos estilistas árabes, más que escribir, anudaron las palabras sobre el papel con endiablada elegancia. “Nadie” tampoco extrajo notas de las publicaciones en alemán y ruso de Georg Gotfried Guervinus ni las cotejó una por una con los manuscritos árabes originales, el mismo “Nadie” que, como su homónimo Odiseo, naufragó tantas veces en el oscuro piélago de los textos –oceánicos al menos por su extensión- de François Galois. Todo ello para dar a la imprenta esta traducción anotada de tres capítulos apenas de la obra de Abdul Karim. Y total para qué, si ni tan extenuante esfuerzo, ni la erudición que he debido desplegar anotándolo, suponen al parecer menos aún que el leve aroma que deja en el aire una vela recién apagada, es decir; Nada, la palabra, en definitiva, que más cabalmente puede definir la obra de “Nadie”.
Y quien, con semejante altanería se permite, de un ruin codazo, arrojarme a las sombras de la ficción y presentarme aquí esta tarde como una suerte de homúnculo al que acaba de crear en su laboratorio, no sin antes, claro, despojarme de cuantos frutos logré recolectar a lo largo de toda una vida entregada al conocimiento, no ha sido alguien que al menos gozara de talento y de cierta grandeza en otro campo que no fuera desde luego la nobleza, no, sino un oscuro funcionario de la enseñanza; un triste licenciado en Historia nacido en la no menos triste casi-aldea de Algámitas que, me temo, hasta la propia capital de su provincia ignora no menos que yo mismo. José Porras Sánchez (que en su rapiña no se ahorró tomar para sí incluso mi propio nombre y apellidos) se hace llamar este señor que anda pregonando por cuantos foros se le concede la palabra, la autoría, no solamente sobre mi trabajo sino, incluso, sobre mí mismo, con lo que al tiempo que se erige en autor de una obra ajena, se proclama de paso nada menos que creador de su propio autor, será porque contando la Ruindad y la Arrogancia con una sola pierna cada una, necesitan ir abrazadas para poder avanzar por el mundo. Pero le recuerdo a usted; demiurgo de pacotilla, nuevo Dr. Franckenstein, cándido aprendiz de brujo, torpe rabino de Praga, aquella frase que Goethe pone en boca de Mefistófeles “Al final dependemos de los seres que creamos”. Le invito a que la medite, y mientras penetra su sentido, no olvide a propósito de ella que el hálito de vida con el que de manera tan irresponsable pretende animar a sus criaturas no es otro que el que a usted mismo le anima, y que de llevar a cabo con éxito esa peligrosa transfusión puede que sea a costa de quedar usted mismo huero como cáscara de nuez, vacío del pálpito que tan graciosamente ha concedido a otros; justo lo que usted pretende que sea yo: Nadie. Le deseo pues con toda el alma que haya tenido éxito en su empresa.
Llego al límite del tiempo que para este acto en Ronda, tan generosamente me ha concedido quien, si está aquí esta tarde es porque previamente me ha suplantado, y con tal eficacia al parecer que me veo reducido a mero fantasma, así que a imitación de otro espectro, el del rey de Dinamarca cuando a las puertas del castillo de Elsinor “la luciérnaga muestra que la mañana está cerca y empieza a palidecer su inútil fuego”, he de esfumarme. Me despido pues de todos ustedes no sin antes cederle la palabra a Claudio, mi asesino. Perdón, a José Porras, mi creador. Gracias por haberme otorgado la palabra. Cuando quiera puede usted proseguir, “padre”.


El autor firmando su obra

AUTOR.- Qué manía -¡Dios mío!- la de mi heterónimo por las citas literarias y las referencias eruditas. Estoy convencido de que sin hablar por boca de otros sería incapaz de hilvanar un discurso de más de diez palabras seguidas.
Ni contestaré, ni daré réplica a una tan siquiera de las opiniones que acaba de verter. No deseo que la presentación del libro acabe transformándose en un unamunesco psicodrama entre el autor y sus personajes, así que me limitaré sin más a dar lectura al texto que traía preparado para presentar Bestias en el Tintero que es para lo que, al fin y al cabo, habéis sido invitados y yo estoy aquí. Comienzo:

Hace ya mucho tiempo, durante un viaje que realicé con mi mujer a Marruecos, recuerdo el tremendo impacto que me produjo en la Plaza Yemá Fná, de Marraquesch, un contador de cuentos. En el centro de un círculo de oyentes, él gesticulaba y modulaba la voz, imagino que imitando las voces de los diferentes personajes que participaban en la historia, pero lo que verdaderamente me impresionó, no fue tanto el espectáculo que constituía él mismo, como el que se desarrollaba mientras tanto entre el público apiñado alrededor suyo: Por obra y gracia de aquella palabra viva y directa como un dardo al corazón, todos los rostros individuales estaban en aquellos momentos transmutados en un solo y único rostro múltiple que, al unísono, pasaban de una emoción a otra como orquestados por aquella suerte de encantador que no se servía de otra magia que la palabra.
Después de tantas lecturas, aquel constituyó mi primer encuentro con la literatura en estado puro, un encuentro casi físico con ella, y confieso que de alguna manera, hasta me sentía testigo de su alumbramiento al mundo.
Pasados muchos años ya desde aquella singular experiencia, con este libro, he pretendido recrear ese instante en el que la palabra es verdad en sí misma da igual si lo que cuenta suena o no suena a mentira, es decir, reconstruir el origen festivo de la literatura oral y de paso transformar al lector en un oyente sin prejuicios, casi inocente comensal de un festín que lo transporte a ese mismo estado de mágica evasión del que fui testigo en aquella plaza de Marrakech. De hecho, el protagonista de mi obra, cuando se dirige a su público lo hace con las fórmulas habituales con las que el contador de cuentos se dirigía a su auditorio, nunca a posibles lectores.
A continuación, y a modo de mínimo desfile representativo de la verdadera caterva de personajes, adefesios y monstruosidades que pululan por el libro, intentaré presentaros a algunos de ellos:

Comenzaré como es lógico por Abdul Karim, apócrifo autor de los apócrifos textos que supuestamente traduce quien figura en la solapa del libro y que habéis tenido la ocasión de conocer momentos antes.
Este musulmán de Cáceres, cuya vida transcurre durante buena parte del s. XIII, constituye un personaje del que, a pesar de mi estrecha convivencia con él durante los años que he tardado en construir el texto, todavía no he logrado hacerme una idea lo bastante completa como para atreverme a fijar su personalidad en unos parámetros razonablemente coherentes. Estoy de acuerdo con su presunto traductor cuando afirma en el Prólogo que constituye un caso claro de fabulador de la misma raza que Ulises, Simbad o el Barón de Münchaussen, precisamente los modelos que, en parte, he pretendido emular a la hora de construir el personaje, embusteros, embrolladores en definitiva cuyas historias resultaría mezquino contrastar con otra realidad que no sea la puramente literaria.
Por lo demás, responde al modelo del racial pícaro ibérico consagrado por nuestra literatura del XVII. En su caso, un pillastre, por más que él intente disimularlo, que aprovecha sus propias aventuras y desventuras para ejercitar un sentido crítico que no conoce barreras; ni de estamentos, ni de creencias, ni de moral. Eso sí, sin perder nunca, ni el gracejo, ni una mordacidad casi siempre “políticamente incorrecta”. Y si no se detiene ante nada por sagrado que sea, tampoco se muestra tímido a la hora de describir escenas de desvergonzada procacidad o situaciones límites sean de la naturaleza que sean. -¡Todo un modelo de ética, como veréis!-.
En definitiva, fuera de lo dicho, es un ser del que sólo conozco lo que él ha contado sobre sí mismo, nada más, y no sé más por la sencilla razón de que ni él es un reloj ni yo un relojero. Puede que cualquier lector, ustedes por ejemplo, conozcan, tras la lectura de sus memorias, más de él que yo mismo.

Otro personaje que me gustaría glosar brevemente es ese José Porras que, además de ser el supuesto traductor de la obra de Karim, lo prologa y anota cargando para ello con toda la batería de su inagotable erudición.
He de reconocer que este heterónimo mío, surgido de la misma tinta que A. K. y de los otros personajes del libro, además de un poco díscolo (Ya habéis podido comprobar este punto por ustedes mismos hace apenas unos instantes), también ha salido algo contradictorio, pues si bien por un lado, y dentro siempre de su impecable escrupulosidad académica, hace gala de un gran atrevimiento al emprender la traducción de un autor como AK (tan amoral en su comportamiento como irreverente en su prosa), por otro lado presenta ese otro perfil que claramente dibuja a un letrado pudibundo, casi mojigato diría, si atendemos, entre otros muchos detalles, al hecho de llegar incluso a silenciar los nombres de aquellos estudiosos de AK que, segun su pacato moralismo, glosan ciertos párrafos en términos de impiedad.
Pido pues disculpas por haber dado a luz a un sujeto que adolece de tan grave incoherencia personal. Aunque, quien sabe, hasta puede que esa especie de esquizofrenia, constituya para él un elemento de humanización y no al contrario.
Tal vez lo más lógico hubiera sido que este supuesto traductor de A. K. tuviera otro nombre diferente al mío pero lo cierto es que me dejé vencer por la tentación de llevar la impostura literaria hasta sus últimas consecuencias, y a pesar de los malos entendidos e incomprensiones que esta decisión me está costando, aún pienso que es la solución más coherente para un libro concebido como un sucesivo juego de ficciones insertadas la una en la otra al modo de esas figuritas de “matriuskas” rusas. En este sentido resultaba obvio que el autor, sin dejar de ser quien es, debía estar encarnado por otro tan apócrifo como el resto de personajes, con lo de alguna manera, esta coincidencia en el nombres me facilitaba la entrada a mi propia ficción.

PERSONAJE.- Perdonen que, surgiendo otra vez de entre las sombras, comparezca de nuevo ante ustedes, pero me veo en la necesidad de hacer varias aclaraciones respecto a lo que “el autor de mi obra” acaba de afirmar:
Es sorprendente que, afirmándose como se afirma, nada menos que creador mío, lo desconozca casi todo sobre su propio personaje, y lo que es más imperdonable aún; haya comprendido tan deficientemente el texto con el que prologo Bestias en el Tintero.
El bosquejo que acaba de pergueñar sobre mí, ni puede ser más plano, ni más simplista, ni de una redacción más vulgar. Y lo que es aún peor; sigue al pie de la letra el estereotipo más ramplón y tópico del sabiondo- fotofóbico-ratón de biblioteca. Pero como compruebo que la ignorancia excita al parecer su imaginación, no le rescataré de ella ofreciéndole detalles sobre mi vida, así, como digo, le doy ocasión de que prosiga ejercitando su portentosa creatividad y la sutil inteligencia que demuestra en sus juicios sobre los demás. A la cuestión sin embargo de porqué callo los nombres de ciertos pretendidos estudiosos de la obra de Abdul Karim, sí le aclararé que lo hice, no llevado por esa mojigatería que usted me supone y sí por una sencilla cuestión de exigencia académica.
Esa y no otra, señor autor, es la razón de silenciar a ciertos pretendidos “especialistas”, pero entrar en estos momentos en consideraciones de más calado sobre el asunto me obligaría a emplear términos de crítica literaria con los que usted, es evidente, no está ni mucho menos familiarizado, así que baste en este punto con lo dicho.
Le doy no obstante la razón en una cosa: Es verdad que me gusta utilizar citas de otros, ya que al contrario que usted, reconozco que existen infinidad de creadores e intelectuales mucho más lúcidos que yo y que exponen mis propios pensamientos con una clarividencia que estoy muy lejos de poseer. Atienda a propósito de esto a las palabras de mi paisano Luis Cernuda. Escuche:

El odio y destrucción perduran siempre
Sordamente en la entraña
Toda hiel sempiterna del español terrible,
Que acecha lo cimero
Con su piedra en la mano.

Y sigue más adelante:

Triste sino nacer
Con algún don ilustre
Aquí, donde los hombres
En su miseria sólo saben
El insulto, la mofa, el recelo profundo.

Hasta aquí Luis Cernuda, pero le diré una cosa más aún: No olvide que todos los que son como usted, finalmente no sois sino puentes: ¡que hombres más elevados puedan pasar sobre vosotros a la otra orilla! Vosotros representáis escalones; ¡No os irritéis, pues, contra el que sube por encima de vosotros hacia su propia altura!. Siga, caballero con su magnífica exposición. Adiós.

AUTOR.- Lamento mucho esta nueva intromisión de mi personaje. Por cierto que me atrevería a jurar que su último párrafo también constituye una cita literaria.

PERSONAJE.- Esta vez no se equivoca, señor. Pertenece a un autor que a usted seguramente no le suena de nada) Ich habe es aus “Also sprach Zaratustra” von Friedrich Nietzsche, herausgenómmen. Auf wiedersehen.

AUTOR.- (Visiblemente alterado) Por supuesto también sabe alemán, cómo no. Y ahora retomo la exposición a la que pretendía dar lectura. Prosigo:
El que, junto a A.K, protagoniza el primer capítulo de este libro es El Verboso.
Como en todos los demás seres que pueblan estas páginas, no fue mi intención tampoco en éste reconstruir un personaje en términos realistas, sino trascenderlo al plano del esperpento y de una jocosa desmesura. En este caso intento recrear en esos registros la martirizante experiencia que puede suponer para una persona normal la verborrea de un parlanchín.
La primera vez que fui consciente de la magnitud e intensidad que puede alcanzar semejante tortura la viví (por no decir “la agonicé”) con ocasión de un viaje en coche que debí realizar con varios compañeros de trabajo. Apenas arrancamos, uno de ellos, tomó la palabra y se entregó a un soliloquio que no permitía la menor réplica. Las palabras surgían de su boca a borbotones, sin pausa y lo que es peor, sin organizar ningún discurso con una mínima coherencia. Presa de una auténtica incontinencia verbal, su cháchara giraba y giraba sobre sí misma en un verdadero delirio oratorio.
Fue un viaje relativamente corto, tal vez de no más de treinta kilómetros, pero ninguno recuerdo ni más largo ni más fastidioso, tampoco silencio más dulce que el de aquella Avenida atestada de automóviles y motos en donde finalmente me apeé del coche pretextando unas gestiones de la máxima urgencia.

El joven Saíd es quien protagoniza el segundo Capítulo.
Concebí a este personaje todavía bajo la conmoción que me produjo la muerte por SIDA de un buen amigo, tal vez la única persona que he conocido en mi trabajo por el que todos los compañeros sentíamos una entregada simpatía. Saíd, por supuesto, nada tiene que ver con él sino es en la elegancia con que se enfrentó a su propio final. Nadie, ni quien era su pareja por aquel entonces, ni ninguna de sus amistades pudimos observar en él durante toda su larga agonía otro comportamiento fuera de su habitual cortesía y generosidad. Era admirable que, siendo una persona de la que se esperaría cualquier cosa menos arrojo, se enfrentara a una muerte tan lenta como ineludible con una heroicidad que no lo parecía de puro discreta. Aquella aparente indiferencia hacia su destino, al tiempo que su propio cuerpo se consumía poco a poco hasta dejar emerger el óseo fantoche de su propia muerte (que era ya casi lo único que finalmente lo habitaba), me inspiró a Saíd (un nombre árabe pero que a su vez es anagrama de SIDA). Concebí el relato pues como humilde homenaje a este amigo y a la vez cuidé de que el tono y los términos del mismo le divirtieran hasta la carcajada en el caso de que hubiera tenido la oportunidad de leerlo.

Finalmente, las monstruosas siamesas Justa y Rufina constituyen los personajes tal vez más relevantes de entre la barahúnda de fenómenos y esperpentos que pululan a lo largo del tercer Capítulo.
Con su cuerpo de ave y sus dos testas de muchachas (incluso hermosas, según la opinión de propio AK), su apariencia es un híbrido entre las arpías clásicas y las águilas bicéfalas de la heráldica. También respecto a su carácter fueron en principio concebidas como arpías volantineras, maldicientes, zafias y pervertidas, pero conforme avanzaba la narración y se me iban revelando circunstancias de su pasado, su carácter agrio, sin disminuir de intensidad, fue dejando al descubierto un fondo de cándida ternura que de ninguna manera había previsto. A la postre, su peripecia vital llegó a conmoverme verdaderamente como autor y, sobre todo, como lector, e intuyo que constituyen una de las metáforas más humanas de todo el libro.
Para terminar sólo quiero aclarar que este que os habla, autor en definitiva de la obra, lo único que suscribe como tal en sus páginas es la dedicatoria a mis hijas y los agradecimientos finales, de todo lo demás no me siento responsable, así que si alguien se siente molesto u ofendido por su contenido, le exija cuentas a A.K. o a ese diletante, víctima de su propia erudición, que es quien lo ha traducido.

Por mi parte, daos las gracias a todos por vuestra atención y por vuestra presencia aquí.


SÍNTESIS DEL LIBRO DE JOSE PORRAS SANCHEZ

EL LIBRO
Exceptuando la dedicatoria y los agradecimientos
finales, todo el libro (incluyendo al "autor" que
aparece en la solapa) es una pura fabulación que se
propone al lector como un juego de engaños sucesivos
con apariencia de veracidad.

EL AUTOR.
El José Porras Sánchez que supuestamente traduce esta
obra del árabe, y cuyos datos aparecen en la solapa
del libro, es un heterónimo de mí mismo y constituye
otro personaje más de la ficción absoluta que es este
libro. Es pues tan fabuloso como el propio Abdul Karim
(Autor del original en árabe) o como los demonios y
los otros monstruos que pueblan estas páginas.
Lo único que yo, autor de la obra, suscribo como quien
soy es la dedicatoria a mis hijas y los
agradecimientos finales

ORGEN DE LA TRAMA.
No recuerdo a raíz de qué motivo, imaginé a un hombre
durante el período islámico en España que, condenado
por blasfemo por la comunidad judía, cristiana y
musulmana, abominado por todos, se ve obligado a huir.
Esta situación de total desamparo hizo que, tal vez
para completar esa especie de juego imaginativo en el
que me había sumergido, me hiciera una serie de
preguntas sobre él, y esta curiosidad me llevó a la
idea de reconstruir su vida. Éste fue el germen de
todo. Luego, conforme reconstruía las circunstancias
de A.K me fui interesando cada vez más por sus
peripecias hasta quedar completamente fascinado por la
historia, y es esa fascinación la que he intentado
transmitir al lector y la que he pretendido mantener
palpitante a lo largo de todo el texto.

REFERENCIAS A LA ACTUALIDAD.
A pesar de estar ambientado en el S.XIII siempre he
procurado darle a los acontecimientos que se narran
una dimensión intemporal de manera que, si no en la
forma, en el fondo, todos los hechos que acontecen son
susceptibles de una lectura completamente actual.
Si bien he tratado en todo momento de ser un portavoz
lo más fiel posible de los personajes, también he de
confesar que no he podido evitar en momentos
determinados hacerlos a mi vez portavoces de mensajes
míos. Es inevitable, aunque debo aclarar que esto ha
ocurrido en muy pocas ocasiones.

MAESTROS:
En el caso concreto de este libro hay dos magisterios
a los que claramente he pretendido homenajear: Las Mil
y Una Noches y Quevedo. Aparte de estos he e contar a
Rabelais, Valle Inclán, Álvaro Cunqueiro y por encima
de todos ellos, claro está, Cervantes. Desde otro
ámbito del arte he de reconocer mi deuda sobre todo
con dos pintores: el Bosco y Brueghel, cuyo estilo he
tenido presente en todo momento.


José Porras, Alberto Orozco e Isabel Porras, autora de la portada

 

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