TRAS LA TORMENTA
Primera parte.
A finales de septiembre del año 1977 cayó la tormenta más grande que jamás habíamos visto. El agua corría a raudales por todas partes, inundándolo todo a su paso. Las calles se convirtieron en ríos gigantescos que arrastraban todo lo que con su fuerza brutal habían logrado doblegar. Y el insulso río de nuestro pueblo, que casi nunca llevaba agua, se transformó en cuestión de horas en un inmenso y sucio torrente que barría todo lo que se le cruzaba en su camino, ya fuesen casas, animales o personas. Por aquel tiempo, vivíamos en el barrio alto por lo que a nosotros, en cierto modo, el agua no llegó a afectarnos demasiado, pues seguía su propio impulso natural hacia las zonas más bajas del pueblo.
De todas maneras, mamá nos ordenó tajantemente no abrir puertas ni ventanas hasta que no hubiese dejado de llover, así que no nos quedó más remedio que mirar embobados como caía la lluvia pegados, como lapas, al cristal de la ventana. Estábamos en el piso de arriba y oíamos a papá achicar el agua, que había entrado inevitablemente por la puerta de entrada, con un cubo de latón que había encontrado en el patio y que hacía más ruido al chocar contra el suelo que la propia tormenta. Papá nos gritaba desde abajo, pues de otra forma no le hubiésemos entendido, que no teníamos que temerle al agua, que el agua era lista y sabía exactamente por donde tenía que meterse. Desde lo alto de las escaleras habíamos visto a papá retirar todos los muebles y amontonarlos unos encima de los otros, hasta formar una pila. Llevaba unas botas de goma que mamá siempre sacaba antes de terminar el verano, de un color que se parecía a la hierba que cogíamos en el campo para dar de comer a los conejos que papá criaba en jaulas, y que, por supuesto, él ya se había encargado de poner a buen recaudo en cuanto oyó el primer trueno. Le corría el sudor por la frente a la misma velocidad que caía el agua del cielo, pues se negaba obstinadamente a que el agua se llevase parte de la casa de sus padres. Estaba enfurecido con mamá, con la abuela, con la lluvia, con los conejos, con todo, menos con nosotros. Intentaba quitarle importancia al miedo que sentíamos a que pudiese ocurrir una desgracia.
Mientras, la abuela lloraba en un rincón de su habitación y le pedía a dios que se llevase la tormenta a otro lugar, que ya ellos habían tenido suficientes penalidades en la vida como para quedarse ahora sin casa. La abuela era devota de San Pancracio y le ponía velas y flores y hasta perejil le ponía con tal de que la ayudase. Teníamos prohibido entrar en su dormitorio, nos decía que si entrábamos sin su permiso una mano grande y peluda saldría del armario donde guardaba su ropa, nos cogería por el cuello y nos metería dentro y no volveríamos a salir nunca y moriríamos, sin que nadie se enterase, de asfixia.
La abuela Herminia era la madre de papá y había sufrido mucho en la vida. Eso era lo que nos decía y lo que se decía a si misma cuando la encontrábamos por la casa hablando sola. Enviudó joven y no volvió a casarse, porque, según contaba ella misma, no le dio tiempo a nada, más que a trabajar y a cuidar de los hijos. Al principio, cuando todo escaseaba hizo estraperlo, después trabajó en el campo y cuidó animales. Y, además, pasaba largas temporadas en el extranjero, en la casa de una de las tías ayudándoles en el negocio de las plantas, pero siempre regresaba a la que todavía seguía siendo su casa, y que era también la casa donde nosotros vivíamos.
A mí me tenía un cariño especial porque decía que me parecía mucho a una hija suya que había muerto siendo aún muy joven y que se llamaba Juanita. Mamá me contó que la tía Juanita había muerto de tanto como había trabajado por las noches, haciendo pan para que otros se lo comieran. Tenía catorce años cuando la enterraron. La abuela Herminia tenía una foto de ella vestida con un traje corto de gitana, de lunares. Llevaba el pelo recogido hacia atrás y los brazos puestos en jarra y parecía que sonreía al que le estaba haciendo la foto. El retrato estaba retocado, como pintado de color sepia. A nosotros nos gustaba mirarla tan divertida, tan alegre, pero cuando papá nos veía se enfadaba y se ponía triste durante un buen rato.
Seguía la lluvia persistente anegando todas las casas, mientras los hombres y las mujeres se afanaban en proteger contra los elementos lo que consideraban, por derecho, suyo. Nosotros, desde la ventana de la cámara de arriba que era donde antes secaban los ajos y las almendras y donde colgaban los melones para el invierno, mirábamos atónitos la lluvia caer, aterrorizados no tanto por la cantidad de lluvia, como por el estruendo que ésta hacía al caer contra los tejados, contra las paredes de las casas, contra las piedras de la calle, contra la tierra todavía dura y seca del verano.
La abuela, desde abajo, insistía con su letanía de plegarias, y nosotros empezábamos a aburrirnos de no hacer nada, así que decidimos jugar a contar historias cortas, tan cortas que solo con cerrar los ojos un momento pudiésemos imaginárnoslas. Yo conté la historia de un árbol al que solo le brotaban hojas cuando se había engullido a algún pajarillo, que inocente se había posado en alguna de sus ramas. Miraba a mis hermanos con los ojos cerrados, imaginando aquel árbol sin hojas atrapando gorriones con sus ramas enclenques, como si fuese un gato. Les conté que el árbol al notar que el pájaro se posaba comenzaba a girar sobre si mismo, dando vueltas y más vueltas, de lo contento que estaba y entonces se lo tragaba. Cuando había conseguido tragar muchos pájaros brotaban hojas verdes de sus ramas como si fuese un chopo en primavera, pero al día siguiente ya se les había caído, se les había ido secando durante la noche.
Mis hermanos me preguntaron asombrados si era verdad lo de ese árbol o era otro de mis cuentos y yo les contesté que, cuando dejase de llover y la tierra se secase un poco, los llevaría a ver el árbol y entonces, tendrían que pedirme perdón por haber pensado que les mentía.
Iba cayendo la tarde y seguíamos echados en el suelo de tablas del piso de arriba, contándonos historias para no aburrirnos. Estaba empezando a oscurecer de lo cubierto que estaba el cielo, y oíamos a papá obstinado con la lluvia y con el cubo de lata, y a mamá diciéndole que descansase un rato que se iba a poner malo. La abuela había cerrado la puerta de su habitación y seguía con sus rezos a San Pancracio, aunque, de vez en cuando, la oíamos gritar que a ella, si no era con los pies por delante, de su casa no la sacaba nadie y menos una tormenta, por muy fuerte que ésta fuera.
Entonces, se me ocurrió contarles la historia del Pozo de los Deseos. Decían que una vecina de la calle Huela tenía el mejor agua de pozo de toda la comarca. Mamá nos había mandado alguna vez a por agua a casa de Consuelo, la Tomata, y la mujer, sin pronunciar palabra, sorda como una tapia y tan gorda que apenas si podía moverse, nos había abierto con mucho esfuerzo la puerta trasera de la casa, pues allí era donde estaba el pozo. Contaban que todo aquel que tomara su agua a partir de las doce de la noche, justo antes de irse a dormir, lo que en el sueño desease se le haría realidad. Rogelio, el hijo de Dolores, la vecina de enfrente, tomó el agua a la medianoche y soñó que se había convertido en una mujer, por eso tenía esa voz y esos gestos tan femeninos, además más de uno lo había visto vestido con las ropas de su madre. También les conté que a Ramiro, el amigo de papá, por haber soñado que estaba cazando lagartijas como cuando era pequeño, le nació un rabo entre las piernas. Mis hermanos espantados me juraron que jamás volverían a probar el agua de aquel pozo, por si acaso soñaban cosas que no debían.
También les conté que una tarde se presentó papá con una increíble alfombra voladora. Por aquel entonces ellos eran todavía muy pequeños, por eso no podían acordarse. Papá llegó con la alfombra echada al hombro como si hubiese cargado con un burro, Decía que pesaba más, mucho más, de lo que nunca hubiese pensado. Había hecho un trato con un árabe que se encontró vendiendo cachivaches en la plaza del pueblo. Vendía de todo, nos dijo papá, linternas mágicas, navajas que afeitaban solas, tijeras que cortaban todo lo que uno quisiera, gafas para ver más allá de las estrellas que hay en el firmamento, un aparato que decía que comunicaba a los vivos con los muertos, y muchas cosas más, incluida la alfombra voladora. Pues bien, entre mamá, papá y yo intentamos desenrollar la alfombra, cuando nos dimos cuenta de que era más grande que todos lo suelos de la casa. Papá dijo que para que la alfombra pudiera llevarnos por los aires tenía que estar completamente extendida, así que la arrastramos como pudimos y la llevamos al patio de la abuela. La alfombra era de una lana tan espesa que cuando, por fin, pudimos pisarla con los pies descalzos, nos pareció que andábamos sobre las nubes. Mamá le aconsejó a papá que fuese prudente y que no nos echásemos a volar a aquellas horas del día, pues ya conocía a la gente del pueblo, que después hablaba y hablaba y lo tergiversaba todo. Así que esperamos a que cayera la noche y nos subimos todos en la alfombra, abrazados a papá y mamá que eran los que más miedo tenían, porque nosotros estábamos encantados. Volamos sobre el pueblo mientras todos dormían, y papá me contó – pues, yo también me quedé dormida durante el trayecto- que llegamos hasta tan lejos que el pueblo se veía como una diminuta mota de polvo. Regresamos a casa antes del amanecer montados en nuestra alfombra y mamá nos llevó a la cama, medio dormidos y agotados por ser la primera vez que volábamos. Volvieron a enrollar la alfombra con mucha dificultad, por lo que pesaba, y al día siguiente papá se la devolvió al árabe argumentando que aquel pueblo no estaba preparado todavía para ver alfombras que volaban.
Como la abuela Herminia nos tenía atemorizados con el armario de su dormitorio, aproveché y les confesé a mis hermanos lo que escondía dentro, pues una vez pude colarme en su dormitorio y conseguí abrir el armario sin que ella me viera. No encontré unas manos como garras, ni nada parecido. Lo que encontré fue una serpiente gigantesca echada cómodamente sobre unos almohadones de colores chillones, con la mitad del cuerpo enrollada y la cabeza erguida como un palo seco. Me miraba con sus brillantes ojos como si, de algún modo extraño, me conociese. También había una enorme rata peluda que se mantenía firme sobre las patas traseras mientras me observaba. Llevaba un pequeño sombrero de fieltro que la abuela había comprado en la feria del pueblo. Y lo más curioso de todo era que el armario no tenía fondo y que no había ni rastro de la ropa de la abuela. No tuve miedo, a pesar de que la serpiente y la rata me escrutaban como centinelas, pues me daba la impresión de que ya me conocían desde hacía tiempo. Puse un pie dentro, luego el otro y, por fin, entré en el interior del temido armario. Al principio todo estaba oscuro, tan oscuro como la noche más negra, como esas noches cuando no hay luna ni estrellas. Tuve que caminar con los brazos extendidos y las manos abiertas, por si encontraba algún obstáculo en mi camino. Anduve durante un buen rato por lo que parecía un túnel o una cueva, hasta que, de pronto, vislumbré algo de luz al fondo y me precipité hacia ella, porque ya estaba empezando a sentir algo de miedo. Silenciosamente, pues no sabía lo que me esperaba al otro extremo, me fui acercando a la luz y lo que ví, me dejó perpleja.
Vi a la abuela Herminia sentada bajo una descomunal higuera, al lado de un río de aguas cristalinas que reflejaban el color de un cielo que no existía. La abuela hablaba con varias personas, algunas de las cuales me resultaban conocidas. No se oía bien lo que decían por el ruido constante del agua. Me fijé en que la higuera estaba desbordada de higos, que se parecían a las luces de colores que ponían en la feria de nuestro pueblo, y que desprendían un fuerte olor a verano. La abuela Herminia parecía más joven y reía con la boca toda abierta, pues no le faltaba ningún diente. No quise molestarles y, sobretodo, no quería que la abuela me regañase por haberla desobedecido, así que intenté que no me vieran.
Algo más lejos de donde estaban ellos tranquilamente charlando, había una poza de agua transparente y al acercarme a ella para beber, pues estaba sedienta, me llevé un buen susto. En la poza había peces barrigudos y lustrosos que tenían rostros de personas, y me miraban desde las profundidades del agua con ojos de sorpresa. Se movían de un lado para el otro como si estuviesen nerviosos. De repente, uno de los enormes peces dio un salto y salió a la superficie. En cuestión de unos minutos su gigantesca cola se convirtió en dos piernas, que se dirigieron en dirección contraria a la mía sin ni siquiera dirigirme la palabra.
Seguí mi camino, sin salir del asombro, y encontré un pequeño manantial que salpicaba desde una ladera revestida de musgo. Tenía tanta sed que hubiese bebido hasta pipí de vaca. Coloqué mis manos para beber del agua que caía y de inmediato me di cuenta de que el agua sabía al chocolate que mamá preparaba los días de fiesta. Bebí todo lo que pude e intenté regresar por el mismo camino que había venido. Volví a ver a la abuela hablando con los desconocidos que me no resultaban tan desconocidos, y parecía feliz de estar bajo aquella colosal higuera. Atravesé de nuevo el oscuro túnel que llevaba al armario y saludé con la mirada a la considerada serpiente y a la rata, que aún sostenía sobre su peluda cabeza el sombrero de fieltro que le regalara la abuela. Cerré el armario con llave como la abuela hacía siempre y, de pronto, caí en la cuenta de que no sabía cómo había podido entrar la abuela en el armario si éste estaba cerrado por fuera. Pero decidí cerrar de todas maneras y dejar que ella se las ingeniara para salir afuera, lo que yo no quería, por nada del mundo, es que me descubriera. Salí de su dormitorio con los pies de puntillas para no hacer ruido y cerré con cuidado la puerta. Entonces, sentí algo extraño, como si me estuviesen observando desde algún lugar cercano, aunque allí, en ese momento, no había nadie. Mis hermanos estaban arriba haciendo los deberes, mamá había salido a hacer unos recados y papá nunca llegaba antes de las diez de la noche. Encendí la luz del pasillo que daba a las escaleras porque se había hecho de noche y fue, en ese preciso instante, cuando relacioné las personas que charlaban con la abuela bajo la enorme higuera del armario, con las miradas que sentía tras mis espaldas. Me giré rápidamente y pude ver como las personas que aparecían en los retratos, que la abuela tenía colgados en las paredes encaladas de la entrada de su casa, se movían y me miraban. Allí estaba el padre de papá que había muerto hacía muchos años por una enfermedad maligna, cuando papá todavía era un niño; la tía Juanita, que había muerto por trabajar demasiado y que tenía cara de simpática; unos tíos abuelos de papá de los que ni él mismo se acordaba. Entonces, supe porqué los desconocidos que hablaban con la abuela debajo de la gigantesca higuera no me eran tan desconocidos.
Subí las escaleras, como si hubiese visto al mismo diablo, y nunca más me atreví a curiosear en el armario de la abuela Herminia.
De pronto, terminando la historia del armario, sonó un estampido que casi nos deja sordos y creímos que el cielo se había partido en mil pedazos. Nos asomamos a la ventana y nos dimos cuenta de que había dejado de llover de repente, como si aquel escandaloso y potente trueno le hubiese puesto punto y final a la tormenta.
Los vecinos estaban todos fueras de sus casas con palas, escobas y recogedores, intentando quitar de delante de sus puertas el barro que había dejado la lluvia. Había trozos de árboles enteros arrancados de cuajo; sapos inflados por haber tragado mucha agua; una vaca todavía medio viva que papá se encargó de rematar de un tiro certero en la sien; dos machos cabríos entrelazados de tal modo por los cuernos que nadie fue capaz de separarlos; trozos de paredes encaladas, una puerta maltrecha y una infinidad de ratas ahogadas.
Mamá nos ordenó que nos pusiésemos las botas de agua, si queríamos salir afuera a dar una vuelta y ver lo que había pasado en el pueblo. Nos advirtió que no tardásemos, si no iría a buscarnos y nos dejaría una semana castigados sin salir a la puerta de la calle.
Bajamos por la calle Torcida agarrados de la mano como si fuésemos una cadena humana y, así, quisiésemos impedir que cualquier inclemencia nos hiciese daño. Llegamos a la esquina de la calle Molino y hasta allí llegaba el agua que llevaba el río. El puente había desaparecido bajo las aguas turbias y todos los vecinos se agolpaban asustados sin dar crédito a lo que veían. Las laderas del río se habían ensanchado al menos dos metros por cada lado y el nivel había subido otro tanto parecido. Los patos también habían desaparecido.
Vimos bajar corriente abajo un coche antiguo, de color negro, atravesado por el tronco hueco de un árbol podrido del que brotaban multitud de pájaros muertos; una cerda panza arriba con las tetas hinchadas que reconocimos enseguida, pues íbamos con papá todas las tardes a echarle comida. Todos los años hacían matanza para el invierno. También vimos aparecer la burra de Venancio con la cabeza perdida; vimos la bomba del pozo de Consuelo, la Tomata, como si fuera una advertencia para que nadie más bebiera de su agua; vimos un pez tan grande como una ballena y con los ojos tan tristes y tan redondos como los de una vaca; vimos al árabe ahogado, tendido sobre su alfombra voladora, rodeado de cachivaches extraños pegados, como imanes, a su cuerpo. Y la alfombra se mantenía sobre el agua como si fuese de aire en lugar de lana.
Volvimos a casa porque mamá nos estaba esperando, otra vez cogidos de la mano con el miedo metido en el cuerpo después de todo lo visto. Papá seguía quitando barro y fumando. Mamá había fregado el suelo de la entrada y la abuela seguía encerrada en su habitación, negándose a salir hasta que le prometiésemos que no había ni rastro de la tormenta. Nos habíamos quedado sin luz eléctrica y tuvimos que encender velas y un quinqué de petróleo que teníamos siempre a mano para aquellas ocasiones. Nos sentamos alrededor de la mesa y esperamos a que mamá subiese y nos preparase la merienda.
Inmaculada Villanueva Ayala
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